En el celular, la foto es un rastro indeleble. Está tomada a medio metro de distancia del cráneo y el tórax calcinados de lo que fue una persona. Los restos, que jamás serán identificados, yacen al aire libre, casi indecentes, mezclados con hierros retorcidos y escombros de edificios. La fecha: 19 de enero de 2010, cinco días después del terremoto que destruyó Puerto Príncipe. El lugar: los escombros de un hotel en el centro de la capital de Haití.
Tanta proximidad con la muerte altera las percepciones y la conciencia; hay un acostumbramiento al dolor y el desgarro. Entonces, qué puede importar un cadáver cuando en un improvisado quirófano del hospital de Cité Soleil, la gran favela haitiana, una médica serrucha la pierna de una mujer a la que han anestesiado apenas el tiempo suficiente para amputar el miembro desecho. En la misma sala de no más de 20 metros cuadrados, se forma una fila de gente desesperada frente una enfermera que registra los casos de extrema urgencia. Nada separa las dos escenas; sencillamente, no hay cómo cuidar de la asepsia.
De pronto, al salir de la breve anestesia la paciente despierta con alaridos. Miro a mi colega Francisco "Paco" Rabini y le pido con angustia: "Por favor, salgamos de aquí. Esto es demasiado". Quedará para otro momento la entrevista con los cirujanos de Médicos Sin Fronteras. Es que los gritos laceran los oídos. Hay que huir de ese sufrimiento intolerable. Afuera no se escuchan lamentos. Los cuerpos de los pacientes se extienden semidesnudos, o sin ninguna prenda que los proteja, en las "salas" del hospital; espacios a cielo abierto donde apenas se escucha el murmullo de enfermeras que tratan de suministrar antibióticos y un poco de calmantes a los recién operados. Algunos descansan sobre colchonetas, pero la mayoría yace sobre lienzos colocados s obre el suelo de cemento. Los familiares tratan de alimentar a los heridos con los restos que consiguen de comida. Los que quedaron vivos y salieron indemnes del desastre hurgan entre los montones de ladrillos que quedaron de un par de supermercados.
Entre los despojos de personas, que fueron sepultadas por los destrozos del terremoto, se pueden ver y rescatar paquetes de fideos, de arroz, de frijoles y, especialmente, botellas de agua. A esa búsqueda instintiva de comida el resto del mundo la llama "saqueo". Es una palabra estúpida ante la magnitud del estrago humano, en una ex ciudad donde no hay bancos ni dinero ni alimentos ni agua. Ese es el bien más escaso. Después del desembarco el jueves 14 y hasta el domingo 17, el embajador argentino José María Vázquez pudo ofrecernos hasta la posibilidad de tomar un baño a los tres periodistas que nos refugiamos en los jardines de su casa. Pero no hay servicio que llene el tanque de la casa, a esa altura vacío. Para calmar la sed resta una bella piscina, donde antes se nadaba y disfrutaba.
Con Paco y con Guillermo, un compañero de La Nación, nos hicimos una rutina. Con la luz del alba ya no es posible dormir y temprano pasa a buscarnos un chofer que contratamos a precios siderales en euros. En el barrio rico de embajadas y embajadores también hay destrucción. La residencia de Vázquez está completamente rajada y hay riesgo de desplome. Fue lo que pudimos observar aquel día en que la tierra tembló bajo de nuestros pies con un nuevo terremoto de grado 6 de la escala Mercali. Un hongo de humo se elevó por encima del palacete derribado por la trepidación.
En lo que fue la plaza central de Puerto Príncipe el verde desapareció debajo de las improvisadas carpas, con palos que ofician de estacas y sábanas colocadas encima a modo de techo. En ese gigantesco espacio, presidido por una pretensiosa edificación con forma de obelisco, los haitianos buscan sobrevivir. Lavan sus ropas, comen, cuidan de los niños. Cuando llega la ayuda en comestibles y agua, esta viene del cielo. Son los americanos que desde los helicópteros descienden por medio de cuerdas en los jardines de la casa de gobierno. La blanca mansión presidencial cayó, con el temblor del 12 de enero, literalmente como un castillo de cartas montadas por un niño pequeño que no tiene todavía el sentido de la estabilidad de los objetos. Esa zona fue literalmen te devastada. Los militares estadounidenses decidieron tomar los puntos estratégicos: el aeropuerto, el puerto y el hospital central. Pero abandonaron el escenario de la tragedia algunos meses después.
Mi vuelta a Puerto Príncipe el 25 de febrero mostró que todo seguía igual. El shock que semejante desgracia produjo en los haitianos explica que no haya existido una rebelión contra aquellos que habían prometido ayudarlos. Un año después, los informes de Médicos Sin Frontera indican que el cólera no es más que una consecuencia del primer desastre. No es simple sobrevivir en un país sin Estado.
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